viernes, junio 15, 2007

El enigma de la risa


Encontré aquel rostro en una gris y sucia tienda de saldo. -Son cuarenta euros - me espetó el tendero. –No cuesta más de treinta. – Que sean treinta y cinco - vaciló. – Treinta y me lo llevo puesto - insistí. – De acuerdo - aceptó el tendero a regañadientes. Me metí en el destartalado probador y, mal que bien, me coloqué aquel nuevo rostro. Me resultó extraño al principio, no sé si por efecto de la luz o porque el espejo estaba roto. La cuestión es que salí a la calle y la gente que pasaba a mi lado me veía de forma huidiza. Sus ojos apagados, sus miradas frías, las arrugas en la frente; todos ellos como salidos de un teatro de esperpentos. Pero yo seguí caminando con la cabeza bien alta, motivado, despreocupado. Cuando llegué al vecindario algunos niños echaron a correr horrorizados. Entré en mi hogar y allí, en el salón mortecino, mi hijo el pequeño gritó: ¡papi, tienes una sonrisa en la cara! Le di un beso y él también aprendió a sonreír.

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